Y cuando recapacité, esa era la primera vez que pegaba mi entrepierna en una nalgas, unas nalgas de mujer de verdad. Mi estatura era considerablemente mayor al promedio para mi temprana edad, pero por lo mismo esto significaba hasta entonces lo más exitante en toda mi vida, por lo que sentí lentamente una ligera erección, misma que ella sintió. Me proponía voltear mi cuerpo pero la gente alrededor no lo permitía, mi madre me gritaba para bajarnos, yo comenzaba a sudar y mientras todo esto, la señora de enfrente, aquella mujer de las nalgas calientes me volteó a ver como queriéndome dar un golpe en la cara, pero al ver mi cara grasosa y mis delagados pelos de mi bigote, sólo me vió con una ligera sonrisa picara.
Salimos de ahí entre empujones y jaloneos. Era nuesttra primera vez en la ciudad y no sabíamos exactamente para dónde teníamos que ir para cambiar de color. Estabamos seguros era Centro Médico porque mi madre preguntó como cuatro veces en todo el trayecto. En especialidades nos esperaba una tía lejano, sobrina de mi padre que había venido a la ciudad hacía ya años. Yo nunca la había visto en mis 14 años.
Después de ver a la tía esa que ni estaba tan enferma como nos había dicho por teléfono, volvimos a entrar al metro para ir ahora con una amiga de la familia. Ya no había tanta gente como en la mañana y las mujeres de faldas cortas habían dejado de apachuarme. Mas no dejé de pensar en ello durante todo el día. Quería repetir de nuevo esa sensación, de sentir ese calor humano que sólo alguien más puede sentir al pegar su cuerpo contra otro.
Regresamos al pueblo y no toqué una estación de metro hasta que cumplí 18 años, cuando me vine a vivir a México buscando lo que en estos años había soñado todas las noches. Las niñas en el pueblo nunca lograban hacerme sentir lo vivido aquella vez. Las mujeres las veía lejanas de acercármeles. No tuve otra opción y cuando me hice adulto regresé a la capital del pecado, que ya me estaba esparando ansioso.
Mi objetivo estaba cerca, entré a Taxqueña a eso de las 9 de la mañana, muchas personas iban bien vestidas, se sentían tan importantes que ni te volteaban a ver. No me importó, yo entré como pude al vagón y me perdí entre esos cuerpos. Simplemente cerré los ojos y me dejé llevar por el zumbido y el bullicio, las respiraciones y aromas que atrapaban esos poco metros.
Mi estatura había aumentado a la última vez, ahora veía perfectamente a lo largo del tren las cabezas, aunque no me esforzé ni busqué un par en especial. Simplemente me puse de pie entre todos y entre la nada, no quería parecer bastante obvio. Y sin más alguien empujó a alguien más y unas nalgas tocaron de nuevo mi entrepierna. La sensación fue bastante placentera, ya controlando mis instintos sólo esperé pegandome un poco más a ese cuerpo de mujer.
Pero no me visualizé con mi altura con la de las mujeres, el cuerpo que tenía pegado a mi no era de una, sino de uno. Sí, aquel señor era encargado de algo referido al cuidado de los pasajeros y me llevó directo a las autoridades por pervertido, término que no conocía sino hasta dentro del Ministerio. Y poco después en el reclusorio, porque mi condición de pueblerino, mi falta de dinero y mis acciones, me llevaron a ser acosado por los mismos policías "para que aprendiera mi lección"
Salimos de ahí entre empujones y jaloneos. Era nuesttra primera vez en la ciudad y no sabíamos exactamente para dónde teníamos que ir para cambiar de color. Estabamos seguros era Centro Médico porque mi madre preguntó como cuatro veces en todo el trayecto. En especialidades nos esperaba una tía lejano, sobrina de mi padre que había venido a la ciudad hacía ya años. Yo nunca la había visto en mis 14 años.
Después de ver a la tía esa que ni estaba tan enferma como nos había dicho por teléfono, volvimos a entrar al metro para ir ahora con una amiga de la familia. Ya no había tanta gente como en la mañana y las mujeres de faldas cortas habían dejado de apachuarme. Mas no dejé de pensar en ello durante todo el día. Quería repetir de nuevo esa sensación, de sentir ese calor humano que sólo alguien más puede sentir al pegar su cuerpo contra otro.
Regresamos al pueblo y no toqué una estación de metro hasta que cumplí 18 años, cuando me vine a vivir a México buscando lo que en estos años había soñado todas las noches. Las niñas en el pueblo nunca lograban hacerme sentir lo vivido aquella vez. Las mujeres las veía lejanas de acercármeles. No tuve otra opción y cuando me hice adulto regresé a la capital del pecado, que ya me estaba esparando ansioso.
Mi objetivo estaba cerca, entré a Taxqueña a eso de las 9 de la mañana, muchas personas iban bien vestidas, se sentían tan importantes que ni te volteaban a ver. No me importó, yo entré como pude al vagón y me perdí entre esos cuerpos. Simplemente cerré los ojos y me dejé llevar por el zumbido y el bullicio, las respiraciones y aromas que atrapaban esos poco metros.
Mi estatura había aumentado a la última vez, ahora veía perfectamente a lo largo del tren las cabezas, aunque no me esforzé ni busqué un par en especial. Simplemente me puse de pie entre todos y entre la nada, no quería parecer bastante obvio. Y sin más alguien empujó a alguien más y unas nalgas tocaron de nuevo mi entrepierna. La sensación fue bastante placentera, ya controlando mis instintos sólo esperé pegandome un poco más a ese cuerpo de mujer.
Pero no me visualizé con mi altura con la de las mujeres, el cuerpo que tenía pegado a mi no era de una, sino de uno. Sí, aquel señor era encargado de algo referido al cuidado de los pasajeros y me llevó directo a las autoridades por pervertido, término que no conocía sino hasta dentro del Ministerio. Y poco después en el reclusorio, porque mi condición de pueblerino, mi falta de dinero y mis acciones, me llevaron a ser acosado por los mismos policías "para que aprendiera mi lección"